Una noche de viernes, mientras veis una película en el chilaut del tres, te salta a las tripas subtitulado un verbo que el día anterior te costó mucho trabajo traducir; una tarde de jueves, en la biblioteca, la conferenciante utiliza exactamente el mismo sustantivo ceremonial que tú aprendiste en un texto escrito por Adrienne dos días antes; una mañana de domingo, paseando por la ciudad, descubres que hay una plaza en Arles cuyo apellido coincide con el de cierto personaje de la novela con la que peleas desde hace tres semanas. Tu novela, pues.
Y luego llevas varios días desayunando un bollo que sin duda viene de algún sitio. Seta dig: conoces ese sabor pero no terminas de ubicarlo, de entender por qué te silba tan a cuando eras pequeño. Cada mañana cortas un pedazo y esperas una señal proustiana que no llega, pero mientras te lo comes eres feliz. Lo malo es que el bguiósh se te está acabando y no das con el recuerdo, es decir, con la palabra.
Un sábado que os levantáis casi a la vez, Sol te confiesa en el desayuno que ese bollo que comprasteis en el Intermarché no le gusta demasiado, que tiene un gusto como a pan dulce. ¡Roscón!, te traduces del argentino adentro, y con la palabra exacta te viene todo lo demás rodado, y te cortas otro trozo para ver qué pasa.
Así pasáis los días, de revelación en revelación.
Pablo Moíño Sánchez